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Foto del escritorHarold Alva

Una generación que necesita articularse

“No hay que subestimar a los jóvenes”, reza la vieja máxima. ¿Qué jóvenes? Asalta entonces la pregunta. Mi generación, la que nació políticamente en la década de los noventa, es muy probable que pierda el tren de la historia. Nuestra lucha contra el fujimorismo terminó apagándose cuando Keiko se hizo de 73 escaños en el parlamento. Fracasamos como generación porque no logramos articular una propuesta para el relevo, nuestro tiempo fue el tiempo de la desideologización que acabó con la convicción y la mística. De allí la decepción, el desencanto por activar políticamente.



Como en 1990 cuando Vargas Llosa fue derrotado por el fenómeno “anti”, y los jóvenes turcos se perdieron en la televisión, la jurisprudencia o el mercado; el triunfo de Alejandro Toledo, el 2001, significó un duro golpe para la recién recuperada democracia. Lo que siguió fue la normalización de un Estado asaltado por oportunistas y mercenarios cuyo resultado es un país con el récord de presidentes procesados por corrupción o tras las rejas. Salvo García, cuyo suicidio da para múltiples lecturas, no hubo mandatario que no haya traicionado la voluntad popular. Frente a eso ¿qué ha hecho esa promoción de jóvenes noventeros por organizarse y proponerle al país un proyecto político? Nada. A diferencia de España cuyos líderes del PSOE, Podemos, Ciudadanos o Vox, frisan los 50 y 40 años, o Chile y la generación de Gabriel Boric que se hizo del poder con una épica campaña, nosotros permanecimos distraídos por el inmediatismo que legitimó las asociaciones políticas que nos escupieron personajes como Daniel Urresti, sentenciado por asesinato, César Acuña Peralta, acusado por plagio, José Luna Gálvez, investigado por hacer de la educación un negocio de dudosa reputación, Keiko Fujimori, procesada por lavado de activos, Pedro Castillo y Martín Vizcarra, acaso quienes más daño le han hecho al Perú: Castillo por reactivar la violencia incorporando en su gobierno a elementos terroristas y Vizcarra por los más de doscientos mil muertos que pudo evitar durante la pandemia. No organizarse y decidir postular por esas asociaciones, fue darle poder a esa gavilla de mercaderes que ingresaron a la política para hacerse del Estado como quien captura un botín.


Sorprende la ausencia de indignación: más de sesenta muertos por la incapacidad de este gobierno y las protestas pasaron de la violencia desestabilizadora a un pretexto para la foto, el Facebook se convirtió en una cómoda trinchera y el Twitter en una pequeña Colt disparándole al aire. Nada efectivo, nada contundente, nada peligroso. Ninguna tesis política. Los entendidos en sus torres de marfil, huérfanos de actitud, vieron marchar, en silencio, al club de la construcción, a los cuellos blancos, a Odebrecht, las delaciones de Barata, los crímenes desde el viejo CNM, sin embargo, nada fue suficiente para que se active, no a través de cartas públicas agregando sus documentos de identidad, o haciendo el post viral; sino allí, en la arena: tomando el toro por las astas.


Aunque pesimista con el presente, soy un optimista por el futuro. El pasado se encargó de entregarnos las condiciones a las que se refería Ortega y Gasset: somos hijos de la revolución de las telecomunicaciones, aprendimos a luchar por la libertad derrotando en las calles al autócrata y a su siniestro asesor, sobrevivimos al SARS-CoV-2 y somos conscientes que el relevo va mucho más allá de izquierdas y derechas. Limitar el debate polarizándolo continuará poniéndonos de espaldas a las demandas sociales. Hay que poner el dedo en la llaga, señalar a los culpables de la tragedia nacional y apostar por verdaderos partidos. La democracia no se construye con inversionistas, sino con instituciones que sepan leer la realidad. Como un archipiélago, existe una generación, pero necesita articularse.


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