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Foto del escritorAndrés Armas Roldán

La hora santa: insomnio y escritores

Como insomne resignado, puedo afirmar que el mejor momento para leer es en la madrugada. Es en esa hora donde los pensamientos son más sonoros, y el texto, más audible. Y es que la noche ofrece a los lectores el mayor de sus tesoros: el silencio. Claro, digo esto desde una perspectiva netamente romántica y melancólica sobre la figura del noctámbulo: nada más alejado de lo que sucede dentro de la contemporaneidad. La ansiedad y la impotencia negada por el concilio del sueño se ha convertido en tortura para aquellos que sólo tienen unas pocas horas de descanso. Y es que, a partir del siglo XX, el insomnio se encuentra intervenido por nuevas perspectivas, comenzando con las psicoanalíticas o de vanguardia, hasta llegar al trastorno clínico.


Pero en este breve texto abordaremos al insomnio desde la literariedad. Desde los escritores que fueron noctámbulos confesos, hasta los momentos donde se aborda esta cuestión dentro de la literatura. El recuerdo más fresco que tengo es del primero de los libros de la recherche: Por el camino de Swann, de Marcel Proust. El inicio del libro es formidable, pues exhibe a lo largo de sus primeras setenta páginas las cavilaciones artísticas de un hombre en su imposibilidad de dormir. Proust, al carecer de preocupaciones económicas, pudo entregarse a la literatura por completo. Y al no tener un horario corriente como los demás hombres, leía y escribía por las noches; mientras que las mañanas, las utilizaba para dormir. En su biografía se cuenta que el escritor francés era sensible al sonido, y, tanto le irritaba este, que llegó a forrar las paredes de su habitación con corcho para imposibilitar la llegada del bullicio parisiense.



Está también el caso de Thomas Wolfe, quien empezaba a escribir a medianoche acompañado de infaltables tazas de té y café para mantenerse despierto y activo. Balzac fue otro caso excepcional. Stefan Zweig nos cuenta en la biografía del genio francés que Balzac comenzaba a escribir a medianoche y no se detenía hasta las 8 de la mañana. Paraba a desayunar por una hora, y seguía con su faena hasta las 5 de la tarde. Después, dormía cuatro horas y comenzaba la rutina nuevamente. Esta labor no hubiese sido posible sin su compañero más fiel: el café. Y es que el autor de La comedia humana era adicto a esta bebida. Zweig cuenta que a lo largo de veinte años Balzac habría tomado unas 50 mil tazas. Y también nos cuenta que el escritor francés masticaba granos enteros y crudos cuando estaba en ayunas para acompañar su trabajo literario.


Aprovechar la noche y sus bondades para escribir puede parecer un método anárquico; pero un método, al fin y al cabo. El de Vargas Llosa era despertarse y, como un oficinista, aprovechar las primeras horas de la mañana para iniciar su disciplina laboral; todos los días, de lunes a sábado. Onetti le reprocharía diciéndole que su relación con la literatura era de trato conyugal. Pero lo fue también para los escritores que esperaban la noche, aprovechando su insomnio, para empezar a escribir. Ya sea en la noche o en la mañana, parece haber una única consigna para los novelistas: disciplina.


Pero los escritores no sólo utilizaban el insomnio como motivante para escribir. Algunos, como Rousseau, aprovechaban la imposibilidad de sueño para dar paseos nocturnos: «Es durante el paseo por los roquedales y árboles, por la noche en el lecho y durante mis insomnios cuando escribo en mi cerebro». Y así como el filósofo francés, Charles Dickens compartía este ejercicio peripatético: «Hace algunos años padecí de un insomnio pasajero, (…) y ese insomnio me obligó a salir a pasear por las calles durante toda la noche y por espacio de varias noches».


Tal vez el escritor más popular entre los insomnes sea Franz Kafka. El 2 de octubre de 1911 escribiría en su diario: «Noche de insomnio. Es ya la tercera de la serie. Me duermo bien, pero una hora después me despierto como si hubiese metido la cabeza en un agujero equivocado. Estoy totalmente desvelado, tengo la sensación de no haber dormido nada o de haberlo hecho sólo bajo una fina membrana». Y es que Kafka es el más popular entre los noctámbulos porque debe su literatura al insomnio. Su obra es la representación de su mundo onírico. Kafka escribía en un estado de trance, entre lo onírico y la vigilia. Sus relatos son una amalgama entre lo realista y lo fantástico: lo más cercano a un cuadro de Dalí o de Miró. Incluso escribió uno de sus textos más conocidos en una sola noche: «Escribí la historia La condena durante la noche del 22 al 23 de septiembre de un tirón, desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. (…) Sólo así es posible escribir, sólo en un contexto semejante, con el cuerpo y el alma completamente al descubierto».


En la poesía hay varios ejemplos de escritores que dedicaron algunas líneas a este mal contemporáneo. Están los versos de Vicente Aleixandre: «Soy sueño o noche contenida». O los de Dámaso Alonso: «Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, (…) Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma». Pero el texto más bello y poético que he leído sobre el insomnio es de Jorge Luis Borges. Donde el escritor argentino se pregunta y se responde con la genialidad y sensibilidad que nos tiene acostumbrado:


«¿Qué es el insomnio? La pregunta es retórica; sé demasiado bien la respuesta. Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa».


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