No hay Shakespeare, no hay Beethoven; cierta y enfáticamente no hay Dios; somos las palabras; somos la música; somos la cosa misma
-Virginia Woolf
Decir que cada día es un lienzo en blanco, donde el hombre, como un pintor renacentista, puede plasmar la obra que más le plazca hasta alcanzar una belleza absoluta, suena a un dulce lugar común. Un cliché digno de estar impreso en una taza brillante, a la venta en algún estante del popular DollarCity. Y, sin embargo, es cierto. Porque las verdades, aunque repetidas, deben ser dichas. Pero, busquemos formas más interesantes de expresarlas.
Lo sabemos bien: en un mundo sin Dios, la vida humana tiene el mismo valor que las secreciones de un perro moribundo. La misma grandeza que los escombros del Faro de Alejandría, perdidos bajo el implacable sol indiferente. El silencio del cosmos nos envuelve, empujándonos hacia la nada. Estamos, en nuestro nivel más primario y automático, al tanto de que la falta de sentido nos arrastra hacia la autodestrucción. ¿Para qué luchar, si el destino del espíritu es ser consumido por la gangrena de la muerte y el olvido inevitable? ¿Si lo único certero es que un día la Tierra desaparecerá y será como si nada hubiera ocurrido?
Para contener al hombre frente a este vacío, para darle estructura y controlarlo en relación con sus semejantes, nacen la religión y la ley. Hay normas que seguir, pues, de lo contrario, están los castigos, tanto terrenales como divinos. Y ambos, vaya que duelen.
Pero como bien lo señaló Kant, la necesidad de la autonomía moral surge como un efecto natural de la capacidad del ser humano para darse sus propias leyes morales, utilizando la razón, sin depender de ninguna autoridad externa, sin someterse a inclinaciones personales, deseos o mandatos divinos. Para Kant, la autonomía es la base de la verdadera moralidad, pues solo cuando el individuo actúa según principios que ha adoptado racionalmente, puede ser considerado moralmente responsable.
El hombre se convierte en Hombre cuando toma conciencia de su propia razón y libertad. En una frase: Cogito ergo sum, de René Descartes.
No obstante, tanto la postura kantiana como la cartesiana, aunque fundamentales para la historia del pensamiento, fracasan por su propia condición. Son idealistas, en el sentido filosófico del término. Confían en que existe una "cosa en sí", una realidad universal y objetiva de lo que es la moralidad, a la que se puede –y se debe– acceder a través de la razón, sustituyendo a la fe.
El pensamiento del siglo XX es el pensamiento de la libertad, y el pensador de la libertad es Albert Camus. Para él, la moral está profundamente vinculada al absurdo y la rebelión contra él. En un mundo sin sentido ni propósito último, el ser humano debe construir su vida moral sin recurrir a valores absolutos, divinos o universales. La moral de Camus no se fundamenta en principios eternos ni en mandatos externos, sino en la responsabilidad individual que nace de la confrontación con el absurdo.
Camus, conocido por su obra sobre el absurdo y la rebelión, dejó una profunda huella en el pensamiento del siglo XX con textos como El extranjero y El mito de Sísifo. Su filosofía sigue inspirando a generaciones que buscan encontrar sentido y libertad en un mundo sin propósito.
El individuo, al aceptar que la vida no tiene un significado intrínseco, elige crear sus propios valores y actuar de manera ética a través de la rebelión: un acto de afirmación de la vida y de los demás, sin rendirse al nihilismo o la desesperanza. Para Camus, la moral se basa en la solidaridad humana, en la empatía y en el rechazo a la opresión y la injusticia. Aunque la vida no tiene un sentido objetivo, se puede encontrar dignidad y propósito en las acciones humanas.
Ahí radica la belleza de la verdadera libertad: apostar por la vida. No por mandato divino, ni por coacción de leyes sociales o penales. Sino por la rebelión ante el absurdo. Por la decisión consciente de convertir la propia vida en una obra de arte viviente, en un poema cargado de caos, en un cuadro imperfecto, en una sinfonía desafinada pero cargada de lucha. Un pedazo de desecho terrenal, un fruto del azar, que apunta tembloroso hacia un ideal inexistente, pero por el que apuesta ciegamente para justificar cada día.
En Salvando al Soldado Ryan, el personaje interpretado por Tom Hanks interpela al de Matt Damon con una frase poderosa: "Earn this." Es un llamado a ser digno de ser salvado, digno del peso de la responsabilidad y de la dignidad que surge del sacrificio ajeno. Es un recordatorio para que todos seamos conscientes del esfuerzo de quienes han luchado por la vida y la libertad, para que nosotros, hoy, podamos elegir.
Seámoslo todos.
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