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Foto del escritorPablo Alméstar

La Crónica Francesa: Wes Anderson… lo de siempre

El cine de autor, en los últimos años, ha tomado un rumbo arriesgado, vanguardista, incluso más de lo que uno se imagina y, aún siendo cine de autor a pinceladas, porque Anderson se ubica en los linderos más extravagantes de Hollywood a pesar de que esta industria no le quiere, en esta última película ha demostrado una gran habilidad para contar muchas historias tal como el título de su obra precisa. El texano supo ensamblar cada pedazo de relato como si de una editorial se tratase. Esas de las que aquí, en mi país, se dejaron de leer hace ya buen tiempo.


La Crónica Francesa, entonces, aparece como una edición exclusiva, inédita y de colección, al viejo estilo de revistas de la talla del Newyorker o Etiqueta Negra en sus años dorados. Textos pulidos, entretenidos, sofisticados, increíbles pero reales, cautivantes y, a veces, inquietantes. Hay una necesidad de antropocentrismo en cada escena que se muestra en la pantalla. No todo es vanguardista (menos mal), pero tampoco no todo se remite a una idea fija. Anderson es un grandioso cineasta, no solo por aquella característica de la simetría, que a veces ya llega a cansar: Una dicotomía que será una cruz. Todo lo que hace siempre estará relacionado a las composiciones de los cuadros. Pero hay algo más que se le rescata y no es el casting casi imperial que se maneja en cada filme, sino la labor de artista para con sus personajes, en las que se encomienda, cual cura de iglesia, a la misión actoral y, en definitiva, esta última película muestra enormes dotes de dirección actoral (para los protagonistas y secundarios), mérito del histrión y, por su puesto, el director.



El desarrollo de la película se presenta en 3 crónicas, armadas con escenas, tanto literarias como fílmicas, de manera correcta, pero no magistral. La primera se titula “La obra maestra de concreto”, un relato en el que encontramos a una reportera (Tilda Swinton) enamorada de la crónica de un pintor gruñón (Benicio del Toro) quien siente una atracción insana por su musa y carcelera (Léa Seydoux) termina timando a un traficante legítimo de arte (Adrien Brody) al entregarle una pieza pictórica, ridículamente genial, plasmada en una pared de la prisión en la que se encuentra. La segunda, “Revisiones de un manifiesto”, encontramos a una periodista retratada al estilo francés de la escuela de De-Beauvoir, quien sacrifica su neutralidad periodística con tal de acercarse más a aquel líder estudiantil revolucionario (Timothée Chalamet) y lograr frenar una subversión intelectualoide (proveniente de juegos de ajedrez) que podría emancipar al muchacho hasta volverlo en una especie de Ché Guevara.


La tercera y última, “El comedor privado de un comisario de policía”, un reportero afroamericano y homosexual llamado Roebuck Wright –muy parecido al magnífico escritor James Baldwin– (Jeffrey Wright), describe con más bílis que memoria, un festín de platillos y comidas que involucran, de alguna extrañísima manera, un hecho de secuestro.


El trabajo del producto final, en materia técnica, es impecable. Desplat en la música, Stockhausen en el diseño de producción y la infravalorada propuesta de Andrew Weisblum en la edición, siempre serán puntos altos en cualquier película de Anderson. Pero, además, La fotografía de Robert D. Yeoman es, para quienes gustan (con exceso) de la simetría y los movimientos acelerados de cámara, un disfrute constante, pero que puede resultar abrumador y casi remitir a cualquier pieza visual experimental al ver una inabarcable cantidad de información y cameos que restan protagonismo a los relatos del autor. Parece que la vieja guardia Andersoniana se tipifica en la composición y no en la razón. Mucha forma, poco fondo.


Mérito para los escritores, Anderson, Roman Coppola, Guinness y Jason Schwartzman, quienes construyeron un relato humorístico que pretendía tomar seriedad en el subtexto de la película, pero que, al menos en mis ojos, se quedó como un cuentillo entretenido y bien estructurado. Pero no más. No diría que no es una crónica, porque al final, tal como en su expresión literaria, los elementos de escena, narrativa y personajes, o autores para lo otro, se ven envueltos de pies a cabeza con sus historias. Así ocurre en el guion de la película.


Sin llegar a ser un neófito del cine de Wes Anderson, se puede entender que esta es una película encantadora. En un sentido estricto de estética y personalidad. Pero no es, a mi juicio, una obra cumbre en la filmografía del director americano. A pesar de sus recursos repetitivos, de una compleja narrativa desbordada de innecesariedades y de algunas apariciones que parecen más favores que oficio actoral, La Crónica Francesa se presenta como una cinta extravagante, prolongada al placer voyeurista del espectador, decantada para el disfrute pleno del fetiche, regalada al cinéfilo, a quien busca a Godard donde no lo hay y a quien tratará de revivir a Tati en un sinfín de alusivas referencias imaginarias. Una cinta sensible, como su director siempre lo fue, y lo demás, lo de siempre, como siempre lo fue.



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