El medio cristiano conservador ESSENTIA PUCP, publicó en Instagram hace unos días un video criticando ácidamente las declaraciones del antropólogo Alex Huerta, docente de la PUCP, quien afirmaba que la masculinidad es una “invención cultural” (sic).

Seguidamente, en la revista Politai, Mariano Peralta, estudiante de Ciencias Políticas de la misma casa de estudios, publicó una respuesta denunciando que sacaron de contexto las frases de Huerta. Sin embargo, los argumentos que presenta son insostenibles.
A partir de que el sexo biológico es diferenciable de su manifestación cultural, minimiza por completo la relación causal que existe del primero sobre la segunda, como si el “sistema de normas y expectativas sociales que determinan cómo deben comportarse hombres y mujeres” (sic), es decir, el género, apareciera ante nosotros mágicamente sin una causa material, y como si la conducta humana no tuviera explicación funcional (antropológica).
El defensor de Huerta, señala que este docente basa sus opiniones en la literatura de Raewyn Connell, una socióloga posmoderna (valga decir, cultora y promotora de pseudociencias), para quien los roles sociales y la estructura que les dan forma dependen, en última instancia, del “poder” en abstracto, y no de las condiciones materiales de existencia de los animales sexuados como somos los seres humanos.
Que los roles sociales necesiten reafirmarse constantemente es una obviedad que posmodernos como Huerta señalan como un gran descubrimiento, y como si fuese obra de un maligno régimen bio-político totalitario y opresivo. Sin embargo, el fenómeno en realidad no es tan difícil de explicar, y no requiere malabares mentales ni ideas conspirativas como el “régimen heteropatriarcal”. Veamos:
Desde que somos seres sexuados, existe una competencia intrasexual por la búsqueda de la mejor pareja posible, dando lugar a un mercado sexo-afectivo. (Algo muy distinto de la mercantilización del sexo, un fenómeno aparte, de desequilibrio de dicha estructura).
Concurriendo en esa competencia, hombres y mujeres buscamos resaltar nuestras ventajas comparativas, empezando por el propio cuerpo y la apariencia física, y apoyándonos en el capital económico (ingresos), cultural (educación) y social (conexiones) que tengamos.
La masculinidad y la feminidad (los géneros) son elementos culturales que se desarrollan a partir de la biología, ornamentando y complementando lo que nuestra naturaleza biológica establece en primer lugar, y tiene cada uno atributos cotizados, demandados, en dicho mercado, por el sexo opuesto.
Por tanto, ambos géneros buscan siempre, por necesidad ontológica estructural, reafirmar constantemente sus atributos en función del primer punto. El estatus de un hombre es tan cotizado como la belleza de una mujer, y rara vez a la inversa, por lo que la mejor estrategia, en la abrumadora mayoría de casos, consiste en potenciar aquello que es objetivamente valioso en el mercado sexo-afectivo.
Simple. Pero, claro, los feministas posmodernos como Alex Huerta, dado que recurren a bibliografía pseudocientífica y sesgada, naturalmente sólo van a señalar y exagerar la reafirmación de lo masculino, porque eso sí calza con su explicación dogmática y apriorística de un fenómeno que pretenden politizar, pero que no comprenden, atacando y demonizando la masculinidad en sí misma. Al contrario, la reafirmación de los atributos femeninos, como se puede ver en la hipersexualización de la mujer contemporánea, suele ser vista por estos personajes como “empoderamiento”, a pesar de ocasionar una serie de problemas psicológicos y sociales.
Y, para empezar, mucho antes de la esfera problemática, ¿acaso hay una reafirmación de género más omnipresente y constante que el maquillaje femenino? Según Huerta, por más que se trate del mismo fenómeno, nunca podremos hablar de “feminidad frágil”, porque se le cae la narrativa politizada del victimismo. Afortunadamente, no necesitamos conceptos pseudocientíficos para explicar la realidad.
Ahora, como en cualquier otra estructura de mercado, por supuesto que los agentes que concurren en él (hombres y mujeres en este caso), no siempre van a tomar las mejores decisiones, no siempre van a ser óptimamente recompensados, y no siempre los incentivos estructurales van a promover las mejores conductas (valga decir, prosociales). Por supuesto que muchos hombres se comportarán de manera agresiva, así como muchas mujeres de manera manipuladora, y los factores en juego son varios: desde conocer o ignorar que existe un mercado con ciertas reglas (donde, por ejemplo, el hombre ignorante se frustra por no saber cortejar, y se desquita con mujeres inocentes), hasta patologías psicológicas que encuentran incentivos perversos en un mercado opaco (donde, por ejemplo, las redes sociales alteran la percepción de opciones reales de potencial pareja, a mujeres que ya tienen algún trastorno de autoaceptación o desregulación emocional).
Pero nuevamente, aquí los posmodernos recurren a la explicación dogmática y apriorística para afirmar, en una muestra de ociosidad intelectual y espíritu anticientífico, que todos los problemas son “porque patriarcado”.
La competencia intrasexual femenina es sumamente agresiva en su estrategia, pero es más sutil que la masculina en sus formas, porque, por un lado, la propia feminidad se pone en juego si trasgrede sus atributos cotizados en el mercado-sexoafectivo, y por otro lado –y más importante aún–, el factor biológico que subyace a la feminidad determina un margen de conducta diferente al del sexo opuesto. Y éste fenómeno tiene la misma explicación bio-cultural por la cual la prevalencia de violencia en la pareja, en casos perpetrados por mujeres, es de carácter psicológico y no tanto físico.
Ahora bien, si los posmodernos tergiversan o directamente rechazan el análisis científico de la sexualidad humana, los cristianos conservadores tampoco tienen mejores argumentos: señalan muy bien la necedad ideológica de los “wokes” posmodernos, pero cuando ellos mismos tienen que brindar un diagnóstico y una solución a problemas endémicos como la mercantilización del sexo, la hipersexualización de las mujeres, o la violencia contra los homosexuales, se olvidan de las ciencias biológicas, la objetividad y la racionalidad, que les encaraban a los primeros.
Al contrario, los religiosos conservadores recurren a dogmas teológicos y bíblicos, para defender, en otra muestra de equivalente ociosidad intelectual, un orden sexo-afectivo tradicional per se, sólo “porque es la creación divina”, en lugar de analizar qué problemas ha tenido y tiene el orden tradicional, por qué no es funcional en muchos aspectos y qué cambios son inevitables.
Dios da las peores “batallas culturales” a sus guerreros más infradotados.
Urge abordar la sexualidad humana desde las ciencias (naturales y sociales), y un paso decisivo en ese camino es empezar por casa: renovar la academia expulsando la pseudociencia de sus aulas, y exponiendo y denunciando a sus promotores, como Alex Huerta. De lo contrario, el oscurantismo religioso tiene servida en bandeja de plata no solo la hegemonía del discurso, sino también la legitimidad social para promover políticas públicas tan carentes de evidencia como las que vienen implementando sus rivales “wokes”, en detrimento de la salud sexual y psicológica de las personas.
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