En medio del incesante bullicio que caracteriza nuestra existencia, la tranquilidad se presenta como un anhelo distante, casi inalcanzable. Nos habituamos tanto al ruido constante que, cuando el silencio finalmente nos envuelve, resulta una inquietud inesperada.

Es curioso cómo el caos se convirtió en nuestra zona de confort. Las ciudades vibran con actividad, las conversaciones se superponen y los dispositivos electrónicos nos mantienen perpetuamente conectados. Este entorno bullicioso nos ofrece una distracción constante, evitando que nos enfrentemos a nuestros pensamientos más profundos. El silencio, por el contrario, nos confronta con nuestra propia esencia.
La costumbre al bullicio puede ser una forma de evasión. Al mantenernos ocupados y rodeados de sonidos, eludimos la introspección y el autoconocimiento. Sin embargo, es en la quietud donde realmente podemos encontrarnos, donde las respuestas a nuestras inquietudes emergen con claridad.
Es esencial reconocer que el temor a la paz proviene de nuestra familiaridad con el desorden. Nos hemos adaptado tanto al ruido que el silencio nos resulta incómodo, incluso amenazante. Pero, es precisamente en esa calma donde reside la oportunidad de renovarnos, de conectar con nuestra verdadera naturaleza y de hallar un equilibrio genuino.
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