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Foto del escritorPiero Gayozzo

El peligro del identitarismo: de Nueva Zelanda a los Awajún

Esta semana cerca de 40 mil personas protestaron a las afueras del Parlamento de Nueva Zelanda. Vistiendo trajes de la población nativa y portando banderas representativas, los maorí se manifestaron en contra de un proyecto de ley que busca reglamentar jurídicamente el Pacto de Waitangi de 1840. Para entender el contexto es importante recordar que Nueva Zelanda se fundó luego de un pacto entre los habitantes originarios, los maorí, y los colonos británicos. Aquel acuerdo ha servido de base para las relaciones entre las poblaciones maoríes y no-maoríes. El problema es que aquel acuerdo tiene al menos dos versiones en el imaginario nacional. Para los maorí, el pacto les confiere autonomía y derecho a gobernarse por sí mismos. La versión en inglés indica que los jefes firmantes cedieron sin reserva el derecho de gobierno del territorio a la Reina Victoria. 



Las tensiones raciales desde la fundación del país también han jugado un rol importante. Masacres, discriminación y abusos sexuales sufridos por la comunidad maorí han propiciado que el Pacto de Waitangi sirva como excusa para ofrecer una serie de privilegios a los nativos y a sus descendientes. En efecto, con la excusa de que “los maoríes han sido oprimidos históricamente”, actualmente la población maorí posee cuotas étnicas en instituciones públicas, como el Parlamento y el Tribunal consultivo Waitangi, exención de impuestos y otros beneficios en políticas de educación, salud, y vivienda. Prácticamente un Estado paralelo por motivos étnicos. ¿Pueden justificarse los privilegios actuales con una retórica que presta atención a un desfavorecido pasado que hoy ya no existe? Obviamente, no. Por estas diferencias, el pasado 14 de noviembre el diputado David Seymour, de orígenes maoríes, presentó un proyecto de ley que tiene como objetivo revisar el pacto y acabar con dichos privilegios. 


Nueva Zelanda se ha convertido en víctima del wokismo. El wokismo es la radicalización de una forma de ver el mundo según la cual existe discriminación de algún tipo en todas las instituciones y estructuras sociales. Cualquier evento que podría ser explicado por múltiples razones, los wokes siempre recurrirán a las muletillas de “racismo”, “machismo”, “homofobia” o similares como únicas explicaciones válidas. El movimiento woke parte de las corrientes identitarias creadas por activistas que siguen las consignas de la teoría crítica y del postmodernismo. La idea de politizar identidades oprimidas como parte de la estrategia de reivindicación de derechos también persigue, en última instancia, la oposición al capitalismo. Así se crean comunidades que hacen de la orientación sexual, de la etnia, de la condición física o psicológica o del género una tribu que debe luchar contra una discriminación que creen está siempre presente. Este es el identitarismo woke y es parte de la cruzada de la izquierda política. 


El problema del identitarismo es básicamente que, cuando se politiza, no busca únicamente equilibrar alguna relación desigual entre partes, sino que termina por crear situaciones de privilegio para las comunidades que cree oprimidas. Bajo banderas identitarias se han elaborado políticas públicas que benefician a individuos solo por el hecho de pertenecer a grupos poseedores de rasgos exclusivos, tales como el género, la orientación sexual o la etnia. Lejos de reducir los males estructurales, estas medidas impactan negativamente en la competitividad, el mérito y el acceso a servicios públicos. Además, terminan generando descontento y división entre la población. 


La solución para las diferencias y males estructurales no es recurrir al identitarismo, sino estimular la competitividad y el establecimiento de brechas salvables o condiciones generales para ser beneficiario de alguna política pública. Deben protegerse personas en condición de vulnerabilidad, sí, pero no por posesión de rasgos exclusivos, ya que, por un lado, las condiciones de vulnerabilidad son circunstanciales y una vez modificado el origen del problema, habrían sido resueltas. Por otro, afectan a todos por igual, pues cualquier sujeto, de cualquier etnia, género, sexo, edad, religión, que esté sometido a tales condiciones de vulnerabilidad, tendrá un impacto negativo en sus vidas. 


El identitarismo hace de la posesión de rasgos exclusivos un diferencial que no solo debe ser reconocido, sino que debe recibir un tratamiento especial. Es así como surge la discriminación. Parte de las campañas de limpieza étnicas que se han llevado a cabo en la historia de la humanidad partían del rechazo de ciertos grupos humanos por no poseer determinadas cualidades étnicas. Ahora, el identitarismo ya no es propio de los imperios (pues pueblos de todos los colores lo han practicado con sus vecinos), sino que ha sido adoptado por otros grupos, permitiendo el surgimiento del identitarismo negro, islámico, queer, indigenista, entre otros. Como consecuencia de las políticas que imponen cuotas identitarias en empresas, universidades e instituciones de gobierno, que permiten la reunión exclusiva de ciertos grupos y exigen que no se les critique, ahora surge de nuevo el identitarismo blanco. Este fenómeno aprovecha la política identitaria de izquierda para exigir, en parte con justa razón, la creación de espacios de reunión y convivencia exclusivos para sus iguales. ¿Si existen clubes para negros, por qué no podría haber clubes solo para blancos? ¿Acaso los segundos no son también sujetos de derecho?


En Perú, el discurso identitario también existe y ha tomado dos formas. Por un lado, el identitarismo indígena, que es el más fuerte, ha sido capitalizado por el entnocacerismo de Antauro Humala y por la izquierda. Antauro reivindica la raza cobriza e intenta su reunión para la construcción de un Segundo Tawantinsuyo que recupere la tradición precolombina. La izquierda, representada por colectivos antimineros y partidos políticos de corte woke, han intentado ser la voz mediática de comunidades campesinas y amazónicas en las últimas décadas. Han capitalizado sus penurias para acceder al poder y monopolizar la “consciencia y empatía” por los menos favorecidos. Por otro lado, el hispanismo criollo que tímidamente se ha ido reuniendo como respuesta al indigenismo y que ha tenido actuaciones públicas en la conmemoración del descubrimiento de América, pero que se basa en una fuerte tradición católica y conservadora. 


Peligrosamente, en nuestro país, el identitarismo indigenista se asoma con un objetivo político mayor que el reconocimiento. Con el nombre de “Gobierno Territorial Autónomo Awajún”, una simple asociación de miembros de la comunidad awajún aspira a tener el “autogobierno” de su territorio. La ambigüedad de su nombre podría dar a entender que goza de reconocimiento político, pero esto no es así. No se trata de un gobierno local ni regional. Es un grupo de ciudadanos que amparados en “la libre determinación de los pueblos” buscan, prácticamente, la independencia. Organizaciones como estas deben ser reconquistadas mediante la educación y la verdadera integración de sus miembros a la modernidad. 


Uno de los principales problemas del identitarismo radica en que fragmenta a la humanidad. Hasta hace unas décadas la globalización permitió que los pueblos del mundo se conozcan, interactúen e inicien un intercambio cultural y económico grandioso. En ese entonces la esperanza de hablar pronto de una comunidad global y de una consciencia humana era una aspiración que parecía legítima y coherente. Hoy en día, con el resurgimiento del nacionalismo y el identitarismo tanto de izquierda como de derecha, parece que la humanidad se dirige hacia una versión moderna de los tiempos en que la raza, el sexo y el género eran motivos de diferencia y prejuicio. 


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