Por Eduardo Chocano Ravina
Un Filósofo Más
Un sábado alrededor de las 06:00 p.m. rumbo a Barranco. No se necesita un destino claro cuando se asiste a un distrito que en las calles aledañas a la plaza principal posee bares a montón ¿Se me antoja algo de rock, reguetón o salsa? Como suelo hacer culpa de la monotonía, me dirijo al primer local que presente una oferta que incluya un trago corto junto a una porción de tequeños.
Covers de clásicos de los noventa y dos mil son los favoritos de las bandas que anteceden a la principal. Al principio todas generaban un gran asombro. Después de todo, tienen la valentía de expresar su arte frente a desconocidos, lo cual es acto loable. Sin embargo, el repetir la rutina genera que pocas bandas logren deslumbrarme.
Es constante que mi mesa sea la única donde solo se encuentra una persona y ello permite creerse un ser omnisciente. No sé si es culpa del estruendo de la música; pero, las personas suelen alzar la voz en tal forma que cualquiera que no tenga algo mejor que hacer pudiese escuchar la conversación.
Bueno, yo soy ese sujeto que no tiene nada mejor que hacer que sentarse a escuchar conversaciones ajenas con la tocada de una banda de fondo. Amantes, noviazgos, sueños, lamentos, alegrías son los temas usualmente tratados en base a mi experiencia de tres años con la misma rutina.
Eventos como el mencionado culminan entre las doce a dos de la mañana. La caminata parte desde la plaza nombrada hasta la Avenida Javier Prado alrededor de la Positiva toman hasta dos horas. En dicho transcurso, uno reflexiona sobre las metas planteadas, los sueños frustrados, las chicas amadas, los preocupaciones cotidianas y los cuerpos de poemas planteados.
Tres de la mañana. Tengo sueño. Toca ir a la reunión familiar en cuatro horas.
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